Editorial
La desaparición forzada de personas es una herramienta común a las dictaduras y regímenes autoritarios en el mundo. En nuestro país, las FFAA y Carabineros la utilizaron para llevar adelante su objetivo de eliminar la disidencia política en el país, paralizar a la población a través del terrorismo, y ocultar las evidencias de su responsabilidad en torturas, abusos sexuales y ejecuciones extrajudiciales.
En el período entre 1973 y 1990 se han registrado 1.193 casos de personas cuyo paradero concluye en alguno de los centros de detención, tortura y exterminio. Desde entonces, sólo se han encontrado poco más de la décima parte de los restos mortales de quienes fueron víctimas del Estado y sus agentes. La vigencia de los pactos de silencio entre perpetradores, la aplicación ilegal de normas que favorecen la impunidad y la falta de voluntad en robustecer los procesos de investigación pendientes mantienen una deuda enorme del Estado con las condiciones de Verdad y Memoria de los pueblos en Chile.
Sin perjuicio de lo anterior, la desaparición forzada no es exclusiva de los períodos de excepción constitucional. La debilidad de la democracia y la falta de aplicación de la normativa protectora de los Derechos Humanos ha conducido a la repetición de estos crímenes. Desde 1990 en adelante se registran al menos cinco casos de detenidos desaparecidos: Hugo Arispe (2001), José Huenante (2005), Ramón Pacheco (2008), José Vergara (2015), Jean Fedor (2020).
Cada persona desaparecida significa una agresión mortal, ocultada de manera institucional para la protección de los perpetradores. La vigencia de la impunidad genera las condiciones para que estos crímenes vuelvan a ocurrir. En nuestros días, mientras estamos aún en las cenizas de una de las crisis de violencia estatal más grandes desde la dictadura, resulta imprescindible mantener viva la Memoria sobre las causas de Justicia y Verdad que la clase trabajadora y el pueblo mantiene pendiente contra el Estado y sus agentes de opresión.
La desaparición forzada atenta directamente contra el centro más profundo de los derechos humanos, y demuestra la intensidad del abuso de poder del Estado contra quienes son tachados de enemigos o indeseables. Detrás de cada detenido desaparecido hay una historia interrumpida por el odio desmedido, desde donde aparece una lucha incansable por saber qué pasó, dónde ocurrió, dónde está. Esa lucha comenzó con sus madres, esposas y hermanas. Muchas de ellas nunca encontraron la verdad que buscaron, y nos heredaron el deseo incombustible por verdad y justicia.
Actualmente nos encontramos ante un periodo abierto por la revuelta popular, dónde es urgente instalar una política anti-negacionista, transversal a todos nuestros modos de sostener la vida, como la primera garantía de no repetición. Está democracia tutelada no ha escatimado en esfuerzos para negar las masacres cometidas por sus agentes estatales, utilizando la desaparición forzada como estrategia de guerra, mientras nuestro pueblo aún no encuentra justicia, y sus pocos criminales condenados, cumplen presidio en cárceles de lujo y otros tantos se encuentran ejerciendo función pública.
Frente al terrorismo de Estado, la resistencia social es la única herramienta que puede restablecer la justicia quebrada. Hoy resulta imprescindible retomar la lucha contra la impunidad que domina el Estado ante las violaciones de DDHH de todo tiempo, así como la exigencia de que las víctimas y sobrevivientes sean reconocidas como tales, protegidas en sus derechos y restablecidas en condiciones de verdadera dignidad.