Paulina Gutiérrez
Integrante de Asamblea de Mujeres Cordillera
La “funa” ha tenido sus momentos de evolución; primero como casos más bien aislados y que tuvieron que enfrentar duros cuestionamientos que apuntaban a desmentir las denuncias; luego, a medida que la lucha y organización de mujeres iba creciendo, la funa también fue ganando terreno y el “yo te creo” se fue imponiendo, al punto que cuestionar una funa era algo que traía serías repercusiones, en especial entre los espacios más organizados de la sociedad (espacios «politizados»), por lo que muchas personas se abstenían de hacerlo, a pesar de tener reparos con la acción de la funa.
Hoy parece ser que la situación ha cambiado. Por un lado, aumentan los casos, especialmente frente a determinados hechos que causan mayor efervescencia, como el fenómeno de «Las Tesis» en Chile (y el mundo), que interpeló y motivó a muchas mujeres a alzar la voz, al reconocerse como parte de un movimiento masivo de mujeres, al no sentirse solas. Pero, por otro lado, se abren espacios de cuestionamiento a la funa, no por la credibilidad del relato, sino porque esta herramienta no parecería ser la más apropiada para abordar todos los casos de conductas patriarcales y porque no sería la respuesta para atacar las causas sistémicas de la violencia machista. La expansión de esta herramienta ha llevado a que diversos tipos de violencia machista sean puestos en igualdad de gravedad y también porque muchas veces los efectos o consecuencias de la funa se escapan de las manos y terminan en situaciones indeseadas incluso para la misma denunciante.
Esto y otros argumentos nos invitan a debatir en torno a la funa como herramienta para enfrentar la violencia machista. Las líneas que siguen, expresan una postura en respuesta a esa invitación, considerando que es una discusión del plano político, es decir, una discusión que nos debe llevar a tomar decisiones frente a un problema social y, por tanto, requiere una escucha activa de distintos puntos de vista, sin arrogancias ni falsas superioridades. La dificultad estará en que la política ha sido secuestrada por un grupo pequeño privilegiado, haciéndonos creer que el resto no podemos tomar decisiones porque «no tenemos la expertis». Nada más falso.
Tras este paréntesis, retomemos el tema. Podemos analizar la funa como una manifestación de una sensación de injusticia ante la falta de sanción de un comportamiento reprochable, pero también es la expresión de un profundo agobio al no encontrar espacios donde abordar el conflicto, encontrar apoyo y reparación frente a un hecho profundamente doloroso. Así, una situación que muchas mujeres hemos comprendido como un problema social, al ser expresión del patriarcado (como sistema), termina expresándose y sufriéndose como un problema individual. Pero a pesar de la situación individual, la funa parece buscar colectivizarlo, generar respaldo y apoyo, de ahí que se pida su difusión y exista la respuesta de muchas en compartir la información. El hecho que muchas (o casi la totalidad) de estas se expresen por redes sociales, va en la misma línea: es el lugar donde las individualidades construyen un espacio de interacción con otras y otros individuos y ante una profunda sensación de soledad e incomprensión, serían estas redes sociales donde se encuentra la compañía que no se tiene fuera del celular.
Y al parecer, ahí es donde se encontraría la insuficiencia de la funa: en que a pesar de que se comprenda que las causas del problema son de orden sistémico y no un problema individual de determinadas personas dentro de la sociedad, la medida no apunta a resolver las causas de este problema social y no devela la totalidad de elementos que permiten que este sistema -patriarcado- siga operando.
Para avanzar en el análisis, desde la vereda de quienes apostamos a una transformación revolucionaria de la sociedad, que ponga en su centro la dignidad humana, podría servirnos mirar lo que ha hecho -o está haciendo- la clase dominante para responder al problema de la violencia de género y ver a dónde nos han llevado con sus medidas. Digo yo, para no repetir sus pasos.
Ante todo, mencionar que el patriarcado le ha sido increíblemente útil al capitalismo, permitiéndole a la burguesía eliminar todo costo en la mantención de su mano de obra, sometiéndonos al rol de cuidadoras por excelencia, bajo la excusa del “amor”. Pero esta idea del amor como justificación de la violencia y opresión hacia las mujeres, ha ido perdiendo terreno y hoy estamos viendo los resultados de años y décadas en que esta ilusión se fue derrumbando, gracias a la acción de otras compañeras, que con gran valentía nos empujaron poco a poco a ver las cosas como realmente son. Así, la clase dominante fue perdiendo esta herramienta de dominación y el consenso social que permitía construir. El amor (burgués, liberal, romántico) ya no sirve como la excusa que nos hace aguantar la violencia y nos rebelamos ante ella: dejamos de querer tener hijes porque ya no sólo nos vemos como madres; dejamos de aguantar la violencia del marido y lo abandonamos cuando se hace insoportable la vida en común; la violencia intrafamiliar ya no es algo que podamos simplemente omitir.
Que se levante el velo del amor romántico, ha permitido que se devele el problema social que acarrea el patriarcado. Pero a la clase dominante no le interesa resolver este problema social, porque ello implicaría discutir aspectos fundamentales de nuestra sociedad que inevitablemente llevarán a cuestionar el modelo que les permite mantener sus privilegios. ¿Cómo responde entonces la clase dominante frente a la violencia hacia las mujeres? Con la única herramienta que tiene para abordar otros casos de violencia y segregación: el derecho penal, la represión (el punitivismo). Podemos coincidir rápidamente en que la amenaza de la cárcel no ha permitido detener la violencia hacia las mujeres. Y es que su insuficiencia radica, nuevamente, en que no apunta a solucionar las causas sociales, estructurales, que permiten que se perpetúe la violencia machista.
Es similar a lo que ocurre en los casos de delitos contra la propiedad. La respuesta de la burguesía es más plomo y cárcel contra los ladrones, pero no aspira, en ningún caso, a resolver las miserables condiciones de vida que arrastran a muchas personas a cometer robos.
Y con esto no pretendo exculpar a los machitos. El sistema crea ciertas condiciones que posibilitan o empujan a una determinada conducta, pero siempre está la voluntad individual que nos lleva finalmente a cometer cualquier acto. Si no existiera voluntad humana alguna, entonces deberíamos decir que todos los hombres son violentos y que todas las personas pobres son ladronas, lo que no es cierto.
De ahí que las sanciones individuales sigan siendo necesarias, más aún como una medida que permite al menos abstenerse de cometer actos de violencia machista más “explícitos”, ante el temor del reproche social. Pero no podemos quedarnos ahí.
Algunas de las tareas urgentes a impulsar, que permitan atacar causas sociales y construir una apuesta transformadora, debería ser la implementación de planes de educación en torno al consentimiento, para hombres y mujeres, desde los primeros años de vida escolar y hasta la adultez (en instituciones de educación superior, al interior de empresas, desde consultorios, sindicatos, juntas de vecinxs, organizaciones de adultxs mayores, etc.). Desarrollar e implementar planes de educación sexo-afectiva en todos los colegios, desde los primeros años, así como programas de contención y responsabilidad ante situaciones de violencia, es una tarea urgente pensando en las generaciones más jóvenes.
Asimismo, el Estado, con la plata que acumula de nuestros bolsillos y nuestro trabajo, por la vía de impuestos, debe financiar programas de acompañamiento y atención a víctimas y victimarixs, siendo la unidad comunal el espacio más cercano desde el cual impulsarlo y que además permitiría promover la organización comunitaria para hacer frente a estas situaciones. Debemos ser las mujeres quienes participemos en primera línea, organizadamente, en la definición de los contenidos de estos programas.
Pero no hay que caer en ingenuidades y pensar que estas serán concesiones voluntarias del aparato estatal. Sólo serán posibles en la medida que nuestra fuerza exija y empuje estos cambios y vayamos abriendo camino para generar cambios profundos en la forma que tenemos de relacionarnos. Dejando atrás el amor romántico, la violencia e individualismo del capitalismo y abriendo paso a un amor emancipatorio, un trato respetuoso y a la responsabilidad colectiva, basada en la solidaridad.
Debería ser una tarea urgente del movimiento de mujeres, que ha crecido tremendamente los últimos años, el organizarse a escala local y nacional a fin de promover estas (y otras) apuestas. Integrarlas como parte de sus banderas y exigencias inmediatas (lo que en otros términos sería, incorporar estos temas a un programa feminista). Que las redes de mujeres se solidifiquen e interpelen a todos los cargos del Estado a implementar estas medidas. Que también se organicen para implementarlas y hacerlas ley (antes de ser una ley formal, lo que importa es que se practique). La necesidad es urgente, nuestras vidas, las vidas de nuestras compañeras, de nuestras hijas y nietas dependen de ello.