Por Vivien Valenzuela*
En los últimos días hemos sido testigos y partícipes de una fuerte movilización que ha tenido episodios de marcada violencia, los que han ido de la mano de un potente rechazo desde los medios de comunicación tradicionales (televisión, radio y diarios) hasta los políticos que ejercen cargos en los gobiernos. Un rechazo que constantemente apela a la moralidad, a la diferencia entre el manifestante bueno (plaza Ñuñoa) en contraposición con el malo (plaza Italia). Cuando la discusión se plantea en dichos términos olvidamos que la moralidad es un conjunto de reglas creadas por el ser humano, es decir, no existen en sí mismas, son construcciones sociales que como tales pueden y deben ser debatidas (Nietzsche lo planteó mucho antes). Entonces, el horror que desde las autoridades y periodistas expresan frente a un tipo de violencia que se dirige generalmente contra símbolos de la opresión y el abuso diario, para un sector de la población no es nada ante la violencia de ver a familiares morir a la espera de una hora de atención en la salud pública, de padecer largas horas viajando hacia los lugares de trabajo o a los hogares, a ver cómo nuestros adultos mayores se suicidan para dejar de sufrir ante la indolencia de su entorno y de las autoridades, a tener que endeudarse para comer o a egresar de la universidad luego de haber recurrido a un crédito que obligará pagar varias veces la deuda original.
En consecuencia, tenemos un problema clave; la violencia es estructural, y no se manifiesta únicamente en la quema y saqueo de una multitienda, sino que la vivimos a diario, por lo tanto, cuando nos dicen que la violencia es inaceptable en un sistema democrático, la sensación que queda en una parte de la población y a partir de sus experiencias, es que la violencia “mala” es la que ejercen los grupos sociales menos favorecidos, o el “pueblo” como dirán algunos, mientras que la que ejerce el Estado y la élite es aceptable, porque aunque no la quieran denominar como violencia, la gente la experimenta de esa manera. Por lo tanto cuando llega el momento de que expresen sus demandas lo harán de la forma que han vivido, con violencia, y en el instante en que se les quiere criminalizar, se les excluye en sus demandas, que pueden ser tan legítimas como las de quienes han salido con su olla a cacerolear.
Entonces, si la moralidad es una construcción social, no tiene sentido sentarnos a discutir si la violencia es buena o mala, lo que debemos hacer es entender el por qué se ejerce la violencia, para de esta manera evitarla. Personalmente cada vez que me enfrento a una investigación respecto de la violencia, intento hacerlo evitando prejuicios (dentro de lo posible), solo tratando de entender las razones que llevan a un determinado actuar, y ello es lo que este gobierno y los medios de comunicación tradicionales han evitado sistemáticamente, pensando que existen dos sectores de la sociedad claramente definidos entre los ciudadanos buenos y los violentistas. De esta manera olvidan u omiten que una persona que sale de su casa con una olla y una cuchara de palo también puede llevar una capucha en su mochila, o que alguien que incluso va a una marcha con la intención de caminar pacíficamente puede transformarse en un “violentista”, cuando ve a su compañero caído en un charco de sangre. Porque todos tenemos un límite de tolerancia, y lo que ha hecho este sistema, es probar nuestros límites una y otra vez, por lo tanto no son personas que vienen de otro mundo (como piensa la primera dama), pueden ser personas que día a día cumplen con su trabajo, colegio y familia, pero que llegaron a un punto de quiebre en un contexto de movilización masiva que les impulsa a la manifestación violenta.
Lo que aquí quise expresar, no es una apología de la violencia, como de seguro podrán pensar muchos, sino que es un intento sincero por aportar a la comprensión de un problema de fondo con vistas a la solución, ya que es imposible resolver un conflicto que no se entiende. Esto último también pasa por dejar de menospreciar las ideas y sobre todo experiencias de las personas, creyendo que actúan violentamente porque alguna organización los manipula (antes fue el MIR, luego el FPMR, los lautaristas, hoy son agentes venezolanos y cuanta información falsa aparece en la Tercera), ya que incluso cuando existe influencia externa, las personas son capaces de pensar, y a partir de su propia experiencia, validar o no un tipo de actuar. En consecuencia, es apremiante cambiar la visión infantilizada sobre los manifestantes, pues en la medida que se mantenga, no habrá respuesta efectiva.
Otra medida que este gobierno y los que lo sucedan podrían considerar, es escuchar las manifestaciones “mayoritariamente” pacíficas, como la que vivimos el pasado viernes 25 de octubre. En este caso una buena señal hubiese sido que Sebastián Piñera realizara cadena nacional para informar de nuevas medidas que efectivamente significaran un cambio relevante, y no alegrarse por la manifestación a través de twitter, como si se hubiese desarrollado en apoyo a su gestión. Entonces ¿qué piensa un sector de la población?; que podemos caminar kilómetros y destrozar nuestras ollas, pero si la protesta no molesta, entonces los cambios tampoco se generan. Ello también se evidencia en que cuando la manifestación estuvo más álgida, el presidente de la república al menos estaba trabajando en la Moneda.
Tal vez este movimiento decaiga, tal vez regresemos a la “normalidad”, pero de seguro algún día volverá, y aún con más fuerza y violencia, porque se acumularán más experiencias de abuso, además de la frustración por no haber conseguido un cambio real en esta ocasión, y estos dos factores pueden ser sumamente explosivos.
*Magíster en Historia de la Universidad de Santiago de Chile.