Por Salvador Bello Schlack
La violencia hacia las mujeres parece haber tomado una inusitada importancia en la agenda pública luego de las distintas denuncias que comenzaron a viralizarse vía redes sociales en parte del mundo occidental, afectando con mayor fuerza a sectores mediáticos como Hollywood (Harvey Weinstein) pero no ausente de su propio correlato local (basta ver la cantidad de denuncias por redes sociales ante la incapacidad de los mecanismos del Estado burgués y patriarcal de ofrecer justicia a un sin fin de mujeres). Este boom de denuncias de las diversas aristas de violencia de género que viven principalmente nuestras compañeras y las disidencias, no ha quedado en la mera acción individual, sino que se ha perspectivado en un movimiento colectivo amplio, siendo el movimiento de mujeres el que, al menos a nivel latinoamericano, y luego de una alta convocatoria hace poco más de un año (2016), ha ido instalando con fuerza la reivindicación de demandas centrales ante la violencia cotidiana que experimentan las mujeres en las sociedades patriarcales contemporáneas: aborto (libre y seguro), no más feminicidios (#NiUnaMenos), igualdad salarial, entre otras. Ni las demandas ni el movimiento son recientes en términos históricos, pero su inusitada fuerza parece llamarnos a nuevos cuestionamientos, tareas y necesarias definiciones políticas.
En lo local, la violencia patriarcal y en específico, en su dimensión sexual, se ha instalado como una clara tensión en las distintas organizaciones de izquierda emergente. A partir de la acción de denuncia de mujeres, principalmente, jóvenes, las organizaciones político-sociales se han visto interpeladas no sólo en los mecanismos “disciplinatorios” bajo los que tendrían que responder (por ejemplo, Protocolos ante el Acoso Sexual) sino que necesariamente sobre la reflexión de cómo una estrategia política feminista puede llegar a ser implementada por organizaciones mixtas.
Esto representa una serie de problemas en al menos dos dimensiones, ambas cruzadas para los objetivos de este documento: 1) la estrategia política que permita generar las condiciones y la fuerza para una revolución socialista y feminista, y; 2) un instrumento político de carácter mixto (conformado por hombres y mujeres) con la capacidad suficiente para articular (y si se quiere, conducir) este proceso, pre-figurando la superación del binarismo hombre-mujer durante el mismo. Si bien sobre el primer punto, las compañeras Dragnic et al (2017) ya han comenzado a realizar significativos esfuerzos en esbozar, de momento de forma teórica, las posibilidades para la construcción de una estrategia feminista para este periodo, por lo que no entraré en mayores detalles. No obstante, y en directa relación con este punto, se hace necesaria la concreción práctica del segundo: es imprescindible para nuestra estrategia política, una praxis que apoye y complemente los esfuerzos que han realizado casi exclusivamente las compañeras dentro de distintas organizaciones mixtas, interpelando a los varones en las responsabilidades y tareas que debemos asumir para concretar este proceso, eliminando cualquier prejuicio o concepción errónea sobre el feminismo en tanto “problema de mujeres”, y reconociendo la importancia del feminismo socialista como herramienta política para ver la totalidad de contradicciones presentes en la clase trabajadora con sus diversas expresiones. Una importante muestra de esto es la reciente articulación que se ha logrado en espacios de coordinación feminista entre compañeras pobladoras, trabajadoras asalariadas, migrantes, mapuche, etc. Como varones debemos reconocer que la disputa del feminismo es también la disputa por el socialismo.
Frente a esto, la serie de denuncias de abuso sexual y violencia de género que se han hecho contra militantes del largo abanico de organizaciones político-sociales de izquierda (solo por dar algunos ejemplos en prensa: Unión Nacional Estudiantil, Partido de los Trabajadores Revolucionarios, Juventud Rebelde, etc.), junto con las muchas veces pobre e insuficiente respuesta por parte de las mismas, nos plantea las siguientes y necesarias preguntas, ya no relativo a la política -entendida de forma tradicional, lo público, el espacio de articulación y deliberación-, sino a lo propiamente político en el seno de estas organizaciones: ¿Qué se entiende por una política feminista? ¿En qué consiste su aplicación? ¿Responde netamente al levantamiento de demandas, a declaraciones de intención o a cuestionamientos más profundos sobre el entramado de relaciones de poder que se establecen entre hombres y mujeres en las mismas organizaciones -de ninguna manera ajenas a las sociedades patriarcales-? Por otra parte, ¿es posible construir organizaciones mixtas efectivamente feministas? ¿Qué rol tienen las mujeres en estos cuestionamientos?, -comprendiendo que han decidido organizarse con varones, y por tanto existe una apuesta en relación a los espacios separatistas. ¿Es su deber, por ejemplo, educarnos? Frente a esta última pregunta, creemos que no, por lo que se hace necesario y relevante preguntarnos, entonces ¿cuáles serían las tareas de los varones en esta construcción política? Y con mayor profundidad aún, parafraseando a Luciano Fabbri: ¿Los varones, en tanto sujetos socializados para ejercer el rol dominante en el patriarcado, podemos o no devenir feministas? ¿Qué supondría este proceso?
El avance de las mujeres
La construcción de círculos de mujeres al interior de las organizaciones y de protocolos contra el abuso sexual parecen ir respondiendo parcialmente a algunas de las preguntas planteadas. Por un lado, buscan generar espacios de reflexión, confianza, sororidad y empoderamiento entre mujeres en el seno de las organizaciones políticas y, por el otro, habilitan los mecanismos y espacios a los cuales las mismas pueden acudir en caso de sufrir cualquier tipo de agresión sexual. Sin embargo, este tipo de medidas, si bien fortalece a las compañeras, y les permite acogerse en las experiencias comunes, problematizando y cuestionando a sus compañeros varones, parece seguir siendo insuficiente para resolver el problema de la participación política efectiva de las mismas, y aún del riesgo de agresión sexual dentro de las relaciones orgánicas. La última pregunta planteada parece central sobre cómo abordar este problema, porque ¿dónde está entonces la responsabilidad de los varones en estos mecanismos? Susana (Tijeras para todas, 2009) ha señalado que “el análisis de la especificidad del rol masculino también tiene que ser analizado y desmontado por sus protagonistas que ‘inconscientemente’ lo re-producen día tras día, véase los hombres, y dejar de trivializar sobre la magnitud de esta tarea con el gesto fácil de ‘yo ya hice la pega’. Las posibles alianzas vendrán de este empeño y trabajo colectivo, tanto por separado como revueltas, y será lo que nos permita ir creando redes de comunicación y de apoyo para luchar contra el sucio patriarcado”. Y es que, si bien la emergencia de las organizaciones políticas post 2011 ha tenido como una de sus características centrales la adscripción al feminismo como bandera de lucha, parece ser que gran parte de esta elaboración proviene principalmente de los sectores de mujeres dentro de las organizaciones. Entonces, ¿qué tareas nos corresponden a los varones en esta cruzada por despatriarcalizar nuestras prácticas y organizaciones? ¿Cuáles son nuestras tareas para conformarnos como organizaciones feministas en el período actual?
Los varones: ¿Cuáles son nuestras tareas?
Llegado este punto, me parece necesario explicitar desde dónde escribo y el por qué la preocupación por relevar la reflexión/cuestionamiento que de una u otra forma se desliza en este ensayo. ¿Podemos los varones ser feministas? Entiendo en la consigna de los 60’, lo personal es político, un feminismo que es una posición política más que una identidad. Reconozco la necesidad e importancia, como militante varón de una organización mixta de izquierda y feminista, que seamos más quienes demos estos debates. Además, me es necesario relevar el trabajo reproductivo que tanto mi madre como mi abuela, en tanto feministas y militantes del movimiento de mujeres, decidieron forjar en mi socialización como varón, imprimiendo afecto en sus tareas de cuidado, alertando la reflexividad sobre el género y entregando herramientas necesarias para tomar parte en las luchas de las mujeres, así como la necesaria interpelación a mis congéneres, y el cuestionamiento a mis propios privilegios, en la condición de -aunque sudaca- varón heterosexual, blanco, profesional y cisgénero. Desde este lugar, y sintetizando reflexiones y divagaciones elaboradas junto a much-s compañer-s, quisiera proponer tres etapas como sugerencia para involucrar a otros varones en esta reflexión, especialmente, en el contexto y la coyuntura ya mencionados.
Como punto de partida, me parece que hay tareas inmediatas que los varones -sin mucho cuestionamiento- podemos comenzar a realizar como compromiso básico por una ética política feminista que camine hacia la erradicación de la violencia contra las mujeres, con la urgencia de establecer espacios de seguridad mínima para la participación de las mismas, pero en especial, bajo el imperativo de pre-figurar políticas de cuidado entre compañeros/as que ven en el socialismo y el feminismo un horizonte común.
En primer lugar, la revisión, reflexión y problematización de nuestras prácticas sexuales y, por tanto, de nuestras relaciones interpersonales. Los estudios de masculinidades dejan claro que “en general, la ausencia en el cuidado de otros/as, va acompañado en los varones del descuido del propio cuerpo, siendo el cuidado de la salud casi inexistente, como problema masculino. Al contrario, este es un asunto considerado femenino. Al perder el hilo de una amplia gama de necesidades y capacidades humanas y al reprimir nuestra necesidad de cuidar y nutrir, los hombres perdemos el sentido común emotivo y la capacidad de cuidarnos” (Kauffman, 1995 en Bard, G. Aferrarse o soltar privilegios de género: sobre masculinidades hegemónicas y disidentes, 2016). Por ejemplo, muchos de los varones (…) no van al médico, no previenen enfermedades, tienen conductas de riesgo y adicciones (como el alcohol)” (Bard, G. 2016); por lo que la problematización de cómo afecta nuestra salud sexual y reproductiva en nuestras políticas de cuidado es central para politizar, por una parte las prácticas sexuales de los varones, y por el otro, establecer políticas de cuidado clara entre compañeros/as.
En segundo lugar, la abolición de la división sexual del trabajo dentro de las organizaciones, visibilizándola, problematizándola y estableciendo una distribución “igualitaria” de las tareas dentro de las mismas, aun cuando esto atente contra el excesivo protagonismo al que como militantes varones aspiramos. Hemos observado los considerables esfuerzos de compañeras no solo en la elaboración de documentos y debates teórico-políticos, sino que en el sinnúmero de tareas que ha requerido la actual coyuntura política (denuncias de abuso sexual y violencia patriarcal, implementación de protocolos, comisiones de investigaciones de los casos, acompañamiento a las compañeras afectadas -¡incluso hasta a los acusados!-, campañas de promoción y prevención, concentraciones de apoyo o denuncia, marchas para las efemérides, etc.), siendo casi anecdótica la participación de varones en estas acciones, o en la generación de condiciones posibles para su concreción (destáquese por ejemplo, la implementación de la Guardería 8M en la Librería Proyección durante la última marcha del día Internacional de la Mujer Trabajadora, que logramos levantar con compañeros de Convergencia 2 de Abril, La Savia y Solidaridad como una experiencia piloto).
En tercer lugar, la formación seria por parte de los varones en los debates y emplazamientos que realiza el feminismo, especialmente a los privilegios que ostentamos, generando praxis en torno a las posiciones feministas, y abandonando de una vez por todas el carácter auxiliar o complementario de la producción teórica feminista, en relación a la formación tradicional militante plagada de marxismo, economía, teoría política y sociología.
Una segunda etapa, requeriría el cuestionamiento a la condición masculina, los privilegios que esta nos entrega y cómo nos permite (o no) hacernos parte de la lucha feminista. El cuestionamiento a los mandatos del patriarcado sobre cómo debemos constituir nuestra masculinidad (proveer, proteger, procrear, defender nuestro prestigio masculino), en muchas experiencias iniciales de trabajo, lleva a los varones a reconocer las tensiones y el malestar en la ejecución de esos mandatos, y una errónea -pero conveniente- reflexión posterior a sentir que “somos tan oprimidos como las mujeres”. Errónea, porque en muchas ocasiones la reflexión más problemática -casi como punto ciego- se encuentra en el ejercicio de reconocer que a pesar de cualquier malestar que pueda significar el ejercicio de la masculinidad, los privilegios que nos otorga el patriarcado siempre nos deja en una mejor posición que a las mujeres, es más, existen sobre la base de su opresión, lo que inevitablemente requiere una identificación con el opresor, que para la militancia de izquierda siempre resulta en exceso incómodo. Esto nos lleva a otra pregunta común: ¿Cómo es que podemos renunciar a nuestros privilegios?
La reflexión a este cuestionamiento parece elaborarse en general con confusión, y caer con cierta recurrencia en el lugar común de la experiencia individual (“¿cómo lo hago?”), teniendo dificultades para imaginar una masculinidad otra que responda a las interpelaciones del feminismo y al avance de las mujeres en el mundo social. Aún cuando logran articularse respuestas posibles a este cuestionamiento, los varones tendemos a transitar entre la autocomplacencia (“En comparación con otros hombres…”, “yo no soy machista…”, “yo ayudo en mi casa…”, etc.) y la autoflagelación (“…nosotros también sufrimos los mandatos del patriarcado”). Algunos incluso, han llegado a plantear que nos es imposible renunciar a nuestros privilegios, por ejemplo, en relación al acoso callejero, ante la imposibilidad de vivir la experiencia de acoso como la viven las mujeres. Esto plantea un nudo importante en la reflexión, al poner el foco sobre la individualidad masculina, obviando la complicidad propia que se da entre hombres, callando o normalizando el acoso en tanto lo presenciamos, invisibilizando esta y otras violencias, siendo ejecutores o espectadores. Quizás no podemos experimentar la opresión de género que viven las mujeres al salir a la calle, pero si podemos politizar ese espacio cada vez que somos espectadores y participes de ello. En este sentido, la investigación de Bard (2016) es clarificadora en torno al carácter universalizante de la experiencia masculina: «Les solicitamos a varones blancos, heterosexuales y de sectores profesionales, que respondieran sobre cómo experimentaban la masculinidad y qué implicaba ser varones en su experiencia personal. Sus respuestas fueron que, en primer lugar, nunca se habían preguntado por su condición. Es como si ser varón tuviera un significado único, intemporal y universal, que no debiera cuestionarse. El varón se representa a sí mismo como sujeto universal, quien tiene el derecho de arrogarse funciones de portavoz de toda la especie. Ser hombre “es una obviedad, es no ser minoría”. La experiencia de colectivos de varones antipatriarcales toma, en principio, una especial relevancia al momento de politizar con otros la experiencia de ser varones en colectivo.
Nuestra apuesta debe tener como base la elaboración y acción colectiva, apelando a formas en las que podamos renunciar efectivamente a nuestros privilegios, relacionándonos directamente en la lucha de las mujeres (igualdad salarial, socialización de las tareas de cuidado, derecho al aborto, etc.), es decir, politizando (tomando posición en) esos espacios en los que el patriarcado nos sitúa como cómplices de la acción de otros varones, y haciendo carne -en la incomodidad- nuestro rol en esta lucha en la que no seremos los protagonistas, quebrando la identificación irreflexiva con la masculinidad (militante), no solo en lo individual sino que en la experiencia colectiva de ser varón. En un sentido más amplio, y necesariamente político, nuestro avance en la lucha por una estrategia feminista y de clase, requiere la comprensión de que nuestra masculinidad en tanto privilegios merman la posibilidad de una revolución socialista. Así, la polítización de las prácticas cotidianas (y orgánicas) que plantea este documento no pretende apelar a un estilo de vida más “humanitario”, en términos liberales, sino a la profunda convicción de que es a través del feminismo como herramienta política, que tenemos la posibilidad de visualizar y destrabar dimensiones de la opresión y explotación que permanecían ocultas tras los lentes del marxismo ortodoxo. Como ya me lo planteó en una ocasión una querida feminista, si nuestro sur es la emancipación de la humanidad, entonces el avance del feminismo es el avance de la sociedad.
Por último, y esbozando una posible tercera etapa, quisiera relevar la reflexión emergente de la experiencia que Luciano Fabbri y Alito Reinaldi (2015), militantes feministas argentinos, han podido ir articulando en el trabajo con varones desde organizaciones mixtas: 1) superar las dicotomías victimización/autoflagelo, opresor/oprimido, construyendo discurso y metodologías que nos permitan visibilizar las diferentes aristas de esta problemática y reflexionar sobre la relación dialéctica entre los distintos polos de estas caracterizaciones; 2) identificar la tendencia al auto-centramiento como un rasgo característico de la masculinidad, observamos que el hecho de reflexionar sobre ésta de manera aislada, sirviéndonos de los aportes feministas con fines terapéuticos, persiguiendo más el propio bienestar que la democratización de las relaciones de poder, no es más que la reproducción del egocentrismo masculino por otros medios y bajos otros discursos. Es allí donde nos encontramos con una nueva necesidad: la de generar dispositivos metodológicos que eviten dicha tendencia sin por ello eliminar toda instancia en la que podamos insistir sobre nuestro proceso de deconstrucción. Sin caer en paternalismos ni altruismos, es nuestra responsabilidad ética y política en tanto activistas feministas atender prioritariamente las problemáticas de quienes más perjudicadas se encuentran por este sistema de dominación; y; 3) en este nuevo proceso organizativo en el que empezamos a caminar, se nos aparece otro gran desafío: aprovechar el potencial que tiene, en tanto herramienta analítica, la sospecha feminista sobre las prácticas masculinas. Además, creemos que esta herramienta no debe ser únicamente utilizada por las mujeres, sino que nosotros mismos debemos colocarnos bajo sospecha, más cuando creemos que ya hemos cambiado lo suficiente.
Creo que si bien estas tres etapas plantean distintos tipos de tiempos, dimensiones y tareas nos permite ir esbozando las formas en que los varones dentro de las organizaciones y movimientos políticos/sociales podemos ir dando forma y respuesta a la necesidad de incluir el feminismo como parte de nuestra lucha política, haciéndonos responsables de nosotros mismos en tanto sujetos politizados, pero en especial, de nuestras compañeras de organización y de las mujeres de nuestro pueblo.